“…espero que se recuerde siempre a Molière. Las personas mueren realmente cuando aquellos que las amaban las olvidan. Contemplo con frecuencia el retrato de Molière que tengo en casa, pintado por Mignard. No quiero olvidar a mi amigo. Quiero mantenerlo vivo en mi corazón y en mi mente mientras yo exista.”
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En su lecho de muerte Molière le manifiesta a un amigo que ha sido envenenado y éste por razones muy personales decide investigar él solo la veracidad de tal hecho. Bajo tal premisa se desarrolla “El enfermo Molière” (2000) donde el narrador, aunque duda de semejante declaración, repasa las obras del comediante para encontrar pistas que lo ayuden a encontrar al culpable.
Que un hombre afirmara tal cosa no era muy descabellado en la segunda mitad del siglo XVII en Francia, donde los venenos se vendían casi libremente y en París estaban a la orden del día los homicidios por envenenamiento cometidos por nobles o plebeyos. Tan grave se volvió el problema que el rey Luis XIV tuvo que nombrar una división especial de la policía para investigar y castigar a los culpables. Por esos años fue que la sociedad francesa se vio conmovida por los asesinatos atribuidos a la marquesa de Brinvilliers, juzgada y condenada a muerte.
En una época tan convulsa cualquiera podía haber envenenado a este dramaturgo, actor y poeta que, mediante su corrosiva pluma, denunciaba y hacía mofa de médicos, sacerdotes, escritores o miembros de la nobleza y quien a causa de ello padeció los vaivenes del favor real, las intrigas palaciegas, la persecución religiosa y las habladurías de los salones donde se hacían y deshacían reputaciones.
En esta versión novelada del trabajo y las circunstancias de un hombre de la talla de Molière, uno de los más grandes escritores de la literatura universal, Rubem Fonseca se permite algunas licencias al revivir un periodo de la historia donde coinciden los grandes autores que pulieron y le dieron forma definitiva al francés, un idioma que se impondría en todo el mundo occidental durante más de dos siglos.