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miércoles, 16 de septiembre de 2020

La torre

“Verdades tragadas, pensamientos no pronunciados sumían al cuerpo en la amargura, lo revolvían haciendo de él una mina de miedo y de odio. Rigidez y reblandecimiento al mismo tiempo eran los síntomas principales de la extraña enfermedad. En el aire había un velo a través del cual se respiraba y se hablaba. Los contornos se volvieron confusos, a las cosas ya no se las llamaba por su nombre.”
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La Torre de Uwe Tellkamp, publicada en 2008, narra una historia que se desarrolla en las postrimerías de la República Democrática Alemana, describiendo las circunstancias de una clase media que en teoría no existe en esta supuesta democracia, pero que es fácilmente identificable, tanto como son reconocibles los miembros de esa pequeña burguesía que en público acata los postulados del partido pero que en privado busca y disfruta de algunas prerrogativas como viajes al exterior y el acceso, así sea restringido, a diferentes productos de occidente, además de una fuerte, extensa y segura red de relaciones que le permite paliar necesidades sin tener que acudir al dinero, una especie de sociedad del trueque basada en favores.
Los personajes de esta novela (médicos, ingenieros, editores y abogados entre otros profesionales) tienen que vivir en casas que fueron divididas para que sirvan de alojamiento a varias familias donde se comparte por obligación, la sala, el jardín (donde lo hay) y hasta el baño mientras los privilegiados que pertenecen a una élite similar a la aristocracia roja soviética pueden vivir en grandes casas individuales como cualquier burgués, merced que no se reduce a la vivienda sino a todas esas prebendas que se adquieren con la riqueza, así en aquel país ésta no se le pueda atribuir oficialmente a un solo individuo.
En cada uno de los personajes principales se evidencia el forcejeo entre sus convicciones y las creencias prescritas para una sociedad absolutamente reglamentada: Meno, editor y entomólogo, debe luchar por mantener cierta independencia con respecto a la censura que limita su trabajo; la señora Schevola, vetada en la sociedad de escritores (llamada eufemísticamente Asociación de Trabajadores del Espíritu) por expresar lo que le parece y no escribir según los dictados estatales que promueven una literatura panfletaria, es relegada al ostracismo; Christian, el estudiante y lector insaciable que compromete todo su futuro por leer lo que no está permitido, espera a que el tiempo que pase obligatoriamente en el ejército no destruya las ideas humanistas que ha desarrollado con sus lecturas. Situaciones que se asemejan a las que viven todos en cada uno de sus campos de trabajo.
La ciudad de Dresde sirve de epicentro a este gran relato descrito con gran belleza por un autor que disecciona la realidad con pulso tan firme como lo hace Richard, el cirujano, otro de los personajes atrapados en ese mundo de verdades a medias y falacias absolutas.