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viernes, 11 de enero de 2019

Tatuaje



“…en los libros ilustrados la belleza era símbolo de fortaleza, y la fealdad, de flaqueza. Todos deseaban conseguir la perfección con tal vehemencia que llegaban al extremo de hacerse tatuar, y en su piel se perfilaban contornos majestuosos y sombras multicolores.”
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Una de las costumbres distintivas de las clases populares en el Japón de finales del siglo XIX era la del tatuaje, considerado por muchos como un elemento que realzaba el atractivo de aquellos que deseaban alcanzar la perfección física. En Tatuaje, un cuento publicado en 1910, Junichiro Tanizaki narra la historia del talentoso Seikichi quien fuera degradado de pintor de ukiyo-e (el grabado japonés) a tatuador, aunque no pudo ser despojado de su sensibilidad y espíritu de artista. Quizá su degradación se debiera a sus apetitos poco convencionales; su placer se alimentaba de maneras extrañas en el que se mezclaban la sensualidad y el dolor. Lo que sí se conoce de seguro es que era el mejor entre los mejores y para ser tatuado por Seikichi era necesario tener una piel y un porte seductores. Pero su “verdadero deseo era encontrar una hermosa mujer de piel resplandeciente en la cual tatuar su propia alma”. Cuatro años le llevó esa búsqueda, hasta que entrevió un pie y así supo que su dueña era la mujer que había estado buscando, quien merecía que él vertiera su alma en ella. Tuvo que esperar casi dos años más hasta que el azar le fue favorable.
Una jovencita, ayudante de geishas, llegó a su taller y Seikichi adivinó que esa muchachita tímida e inexperta era la que había esperado y que sería una mujer consciente del poder que ejerce la belleza, como el que ejercieron en su época las favoritas de algunos emperadores chinos. Bastaba con que él hiciera uso de sus habilidades; su tatuaje la transformaría.