“…el alma es como el
tronco del árbol, que no guarda memoria de las floraciones pasadas sino de las
heridas que le abrieron en la corteza.”
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En La vorágine de José Eustasio
Rivera publicada en 1924, el lector se encuentra con una de las frases más contundentes
al inicio de una novela: “…jugué mi corazón al azar y me lo ganó la violencia”.
Un
supuesto manuscrito que le llega al cónsul de Colombia en Manaos donde se
relatan las desgracias que les ocurrieron a Arturo Cova, Alicia, Clemente Silva
y a otras víctimas de la fiebre del caucho es la base de esta obra.
Arturo
Cova y Alicia huyen de las presiones sociales que los acosan en Bogotá,
adentrándose en los llanos colombianos y la selva amazónica, un territorio
donde hombres y mujeres se rigen por normas muy distintas a las conocidas. Allí
la ambición y la crueldad son el denominador común y el espíritu de Arturo,
alimentado por la poesía, es incapaz de sobreponerse al horror con que se
encuentra. Inexorablemente se verá envuelto en la misma dinámica de violencia
que encadena a los demás aunque él y quienes lo acompañan se hayan trazado
otros objetivos, tan terribles y fatales como la codicia.
La
desmesura caracteriza las regiones descritas por Arturo Cova en la relación de
hechos que hace. Las enfermedades, las alucinaciones, las ciénagas, los
ríos, las plagas que lo devoran todo a su paso son a su vez metáforas de las
pasiones que se agitan en un mundo de esclavos y esclavistas.
En esta novela la tensión nunca disminuye. Cada momento expresa sin agotarla la barbarie que domina a víctimas y a victimarios, enredados todos en la misma telaraña de intrigas y traiciones que tiene como escenario principal un lugar tan sombrío como sus actos.