“…en los libros ilustrados la belleza era símbolo de fortaleza, y la fealdad, de flaqueza. Todos deseaban conseguir la perfección con tal vehemencia que llegaban al extremo de hacerse tatuar, y en su piel se perfilaban contornos majestuosos y sombras multicolores.”
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Una de las costumbres distintivas de las clases
populares en el Japón de finales del siglo XIX era la del tatuaje, considerado por
muchos como un elemento que realzaba el atractivo de aquellos que deseaban alcanzar
la perfección física. En Tatuaje, un cuento publicado en 1910, Junichiro
Tanizaki narra la historia del talentoso Seikichi quien fuera degradado de
pintor de ukiyo-e (el grabado japonés) a tatuador, aunque no pudo ser despojado
de su sensibilidad y espíritu de artista. Quizá su degradación se debiera a sus
apetitos poco convencionales; su placer se alimentaba de maneras extrañas en el
que se mezclaban la sensualidad y el dolor. Lo que sí se conoce de seguro es
que era el mejor entre los mejores y para ser tatuado por Seikichi era
necesario tener una piel y un porte seductores. Pero su “verdadero deseo era
encontrar una hermosa mujer de piel resplandeciente en la cual tatuar su propia
alma”. Cuatro años le llevó esa búsqueda, hasta que entrevió un pie y así supo
que su dueña era la mujer que había estado buscando, quien merecía que él vertiera
su alma en ella. Tuvo que esperar casi dos años más hasta que el azar le fue
favorable.
Una jovencita, ayudante de geishas, llegó a su taller y Seikichi adivinó que esa muchachita tímida e inexperta era la que había esperado y que sería una mujer consciente del poder que ejerce la belleza, como el que ejercieron en su época las favoritas de algunos emperadores chinos. Bastaba con que él hiciera uso de sus habilidades; su tatuaje la transformaría.
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