“La «Muerte Roja» había devastado el país
durante largo tiempo. Jamás una peste había sido tan fatal y tan espantosa”.
De los siete pecados capitales, que puede cometer un
ser humano contra otro o contra sí mismo, quizá el que se considera menos grave
en esta época es el de la soberbia.
En La máscara de la muerte roja, cuento publicado en
1842, Edgar Allan Poe retrata con unos cuantos trazos un personaje que podría
figurar en la basta galería de tópicos literarios como la representación de la arrogancia.
Durante una de las tantas pestes que han asolado a la
humanidad en su ya larga historia, el príncipe Próspero reúne a sus más
allegados y se retira con ellos a una abadía fortificada donde las fiestas y
los banquetes se suceden en un aparente aislamiento que salvará sus vidas y les
permitirá entregarse al placer, libres de toda aflicción.
A los seis meses de reclusión el príncipe resuelve dar
una magnifica fiesta de disfraces que tiene como escenario siete espléndidas y
suntuosas salas -donde se divierten sus mil acompañantes- cuya decoración de
aspecto delirante está iluminada y realzada por una luz teñida por un tono diferente
del espectro cromático. Pero en la última de ellas todo es lóbrego: una luz
roja cae sobre la negra superficie de todas las cosas. Es en ese lugar donde
Próspero enfrentará al extraño invitado que ha aparecido en este desenfrenado y
sorprendente gaudeamus, ataviado de manera por demás ofensiva.
En este cuento uno de los maestros de la literatura representa
el miedo que se disfraza de alegría y la insensatez para la que no parece que llegue
a existir una cura, pues cada vez que la humanidad enfrenta una crisis que
amenaza su supervivencia espera que de ella se extraiga un aprendizaje que se
incorpore a su bagaje de conocimientos. Vana ilusión; la memoria humana dura
muy poco. Quizá por eso existen los libros, para ayudarnos a recordar, pero su
contenido también se olvida, cuando no se abren con regularidad.
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