“Mañana
llegaremos. Mañana. Qué terrible palabra es ésta. El mañana es absurdo. Es la
esperanza de vivir y la certeza de la muerte. No debiera existir el mañana.
Siempre debiera ser hoy. El hoy es lo logrado, lo que se alcanzó, la realidad,
lo concreto. Hoy, ¡todo debiera ser hoy! Con esa redondez de verdad que tiene
el hoy. El hoy que es la negación de la muerte.”
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En 1932 se publica la novela de Eduardo Zalamea
Borda Cuatro años a bordo de mí mismo, cuyo tema gira en torno a la vida, la
muerte y las pasiones que las alimentan. Una obra introspectiva donde el
narrador recorre el lugar que podría llegar a ser el más apartado para
cualquier ser humano: su propia alma.
El protagonista, un hombre del interior arriba
a Barranquilla con la intención de embarcarse hacia la península de la Guajira,
el lugar con el que ha soñado y donde no sabe si podrá realizar sus fantasías.
Pero la realidad superará cualquier paisaje imaginario de los que se ha
forjado; empezando por el mar siempre cambiante y misterioso que al principio
le niega la entrada a ese lugar mítico hacia el que se dirige. Cuando al fin
llega se da cuenta de que para ese mundo nada lo ha preparado. Los personajes
con los que se encuentra, gentes de todas las procedencias, combinan sus
costumbres con las de los indios en un ambiente que incluye casi siempre la violencia.
Personajes que no pueden escapar a la hostilidad de la tierra y el mar, ni a esos
indios que aparecen por lo general en un segundo plano, pero cuya presencia es
permanente.
En las páginas de esta obra, primordial para
entender la narrativa moderna latinoamericana, la poesía se manifiesta en cada
párrafo; en ella Zalamea describe con habilidad gentes, paisajes, situaciones y
unos sentimientos que están más cerca de lo primitivo que de las convicciones
morales con las llegan todos a aquellas tierras, donde hombres y mujeres están dominados
por el deseo que se manifiesta de múltiples maneras.
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